viernes, noviembre 11, 2005

LA EDAD DE ORO Los niños de la transición














Bruno Marcos

“Lo bello está constituido por un elemento eterno, invariable, cuya cantidad resulta harto difícil de determinar, y por un elemento relativo, circunstancial, que será, si se quiere, cada vez o en conjunto, la época, la moda, la moral y la pasión.”(1)

Charles Baudelaire


Los estudios generacionales han sido, en los últimos años, denostados y con razón. En casi todos los casos, en las artes o las letras, desde finales del siglo XIX, han servido como plataforma de lanzamientos que, rentabilizando esquemas historiográficos, acabaron por acaparar la atención e instalarse en el anaquel de la historia historicista.
En la actualidad no se puede hablar de generaciones sin entrar de lleno en la lógica de la exclusión y en las ingenierías del éxito y, por consiguiente, sin ser objeto de críticas evidentes. De manera que, como sustituto del patrón generacional, la industria cultural ha extendido una especie de confusión generalizada, un totum rovolutum donde aparecen y desaparecen cualesquiera manifestaciones de un nuevo género denominado arte joven.
Nadie quiere parecer ya un tonto entusiasmado con la posibilidad de que un mismo tiempo y un mismo lugar -en esta globalización que disfrutamos- puedan ser las claves de la realidad que padecemos. Es peligroso poner en función un pensamiento histórico cuando lo que se espera es ordeñar la ensoñación de un futuro presente que nunca llegará y que, además, no importa.
Pero lo cierto es que este tiempo y este sitio que hemos vivido han propiciado determinados estados de la sensibilidad, estados expresivos, que han puesto en juego sus propios sustitutos de lo bello.
En la reciente reposición del mítico espacio televisivo La Edad de Oro se puede asistir a uno de los últimos y más vehementes intentos de poner en marcha el mecanismo generacional.
Entre el acné y la afectación van apareciendo personajes que no intentan disimular parecer desorientados, incompetentes, incluso rematadamente estúpidos. Por momentos, los más locuaces, como Santiago Auserón o Almodóvar, llegan a parecer altisonantes, fuera de lugar. Vemos más interesantes a los más perezosos, los más raros, los desconocidos, aquellos de los que no se supo más.
Tal vez todo el país estuviera esperando ser redimido por los jóvenes, aunque estos fueran imbéciles, o precisamente por eso. Puede ser que todo el mundo creyese que la estupidez les salvaría del discurso, de los recitadores del discurso que habían estado cuarenta años siendo locuaces.
Paloma Chamorro inicia el primer programa refiriéndose a algo ya pasado, algo histórico: ¿Qué fue –pregunta- Kaka de Luxe? El programa más vanguardista del momento empezaba con algo que ya era un pasado. La compulsión automitificadora rezumaba en el plató desnudo y negro como si todo aquello se hubiera fraguado en el aula de literatura de un instituto cercano.
Los personajes indolentes, responden con desgana a las preguntas de la presentadora, reconocen no saber por qué hacen lo que hacen, aseguran no saber música ni cantar, militan en un grupo cuatro meses y pasan a la historia. Un crítico musical justifica, dice que cree en unos que cantan repetidamente: “...opera tu fimosis, opera tu fimosis...” porque han escogido el camino del mal y todo es bañado por la aureola del futuro, como si todo eso fuese observado desde ahora, desde esta reposición.
¿Es posible que esos protagonistas de una improvisación general estuvieran traspasados hasta tal punto por un pensamiento histórico? Prueba de ello sería la larga vida de mitos, enquistados en nuestra esfera de lo popular como Alaska, Almodóvar -y su universo-, cuando lo verdaderamente propio, bello, habría sido su decadencia y olvido.
Los que aún éramos unos niños en esa época, 1983-84, no podemos volver a ver esos documentos sin sentir una mezcla de vergüenza y excitación. Sumergidos, a partes iguales, en la expectación ingenua de la utopía cultural y en una colección de traumas heredados, los niños de la transición, vivíamos libres como gitanos.
Gran parte de la energía de la actualidad proviene de esos años de la transición y alimenta, incluso, los productos más comerciales que aprovechan el tirón de las mitologías ocasionales. ¿Pero qué contenía esa energía?: Contenía la fuerza del salto al vacío que situó a nuestro país en el último avatar del pintoresquismo, la movida(
2). Lo que, en otros países, era una reacción contra una sociedad que no ofrecía ninguna esperanza a la juventud, en España, presentaba una deslumbrante contradicción, expresada en la extravagante alianza entre estado y contracultura, el gesto más punki que ha hecho nuestro país, a medio camino entre el ridículo más bochornoso y la genialidad histórica.
La clausura del tiempo de adviento, que supuso el paso de la dictadura a la democracia, exigió una reconversión de los valores urgente. A la tartamudez ingenua de los muchachos de La Edad de Oro se la tragó la estrategia de éxito garantizada por la sobrexposición. La fama enseguida fue la nueva religión, como si su altísima visibilidad banal neutralizara la tensión existencial. De ahí hasta la telebasura, desde ahí hasta el freak y, desde él, hasta el tonto del pueblo, otra vez.
¿Acaso fuimos –seamos-, los niños de la transición, la última generación ingenua, la última generación? Por ahora.




1 Charles Baudelaire, El pintor de la vida moderna, en Obra completa, Espasa, Madrid, 2000, pág. 1371.
2 Lo que hizo singular a la movida, respecto a todos los movimientos de los años 80, fue el respaldo institucional del que disfrutó. Baste recordar que el alcalde de Madrid, Enrique Tierno Galván, alumbró la idea de poner despacho a la cantante Alaska.

3 Comments:

Anonymous Anónimo said...

PUNK NOT DEAD

la estatua del jardín botánico

noviembre 16, 2005 1:56 p. m.  
Anonymous Anónimo said...

esperamos tu artículo catódico postsiestam.

noviembre 16, 2005 5:23 p. m.  
Blogger . said...

dame un tiempito...

noviembre 16, 2005 6:51 p. m.  

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